Buscando la luz

Secretos de un alianza

Alberto Corona analiza la acondicionamiento de The Last of Us desde la perspectiva de las novelizaciones, el «maniquí Pokémon» y las posibles líneas de fuga que dejan.

Es un motivo global destacar cómo la mejor idea que tuvo George Lucas con La combate de las galaxias no fue artística sino empresarial: prefirió quedarse con las ganancias de merchandising en las que pudiera derivar el filme de 1977 antiguamente que con lo recaudado en taquilla. Este supuesto pasa por detención el impulso survivalista que había en la sufragio de Lucas, así como un contexto donde las prácticas de merchandising ya estaban más que asentadas. Así se explica que contratara a Alan Dean Foster en plena producción no solo para escribir la novelización del Episodio IV de Star Wars, sino todavía la de una secuela que aún no existía.

El ojo de la mente era un plan de contingencia. Lucas tenía dudas de que La combate de las galaxias tuviera éxito y ansioso por que la historia no quedara inconclusa pensó en este escritor, que pronto se especializaría en novelizar los taquillazos de la época. Foster diseñó la trama de una hipotética secuela según estrictas acotaciones de Lucas. Puesto que Harrison Ford no había firmado para hacer más películas, ni Han Solo ni Chewbacca podían aparecer. Puesto que Lucas no descartaba terminar rodando el film, este debía tener pocos escenarios y set pièces no muy elaboradas, que ampararan un presupuesto preciso. La cuestión es que La combate de las galaxias triunfó y Lucas se permitió desarrollar una secuela mucho más ambiciosa, con un modismo de guion potencialmente icónico (el parentesco Skywalker) que a Foster ni se le había pasado por la capital. El ojo de la mente se publicó de todos modos, como puente entre La combate de las galaxias y El imperio contraataca.

Y, con su publicación, empezó el Universo Expandido de Star Wars. La aventura finalmente irrelevante que Luke y Leia vivieron en El ojo de la mente halló su sabido, introduciendo un hábitat tan fundamental para el futuro lore warsie como los cristales kyber que componen los sables láser. Las novelizaciones de Star Wars no han dejado de alcanzar desde entonces en paralelo a un recargado corpus de historias complementarias en forma de cómics, videojuegos y otras novelas, que han ampliado la galaxia de un modo tan incontrolable como para que la primera medida de Disney cuando compró Lucasfilm en 2012 fuera resetear el Universo Expandido. Asomar de cero, etiquetar todo lo contado al beneficio de las películas como Star Wars Legends. Históricamente el vahído de relatar, de desbordar los cauces de la acondicionamiento para proponer cosas nuevas desde una registro de corso fanfic, se ha pasado saboteado por los potajes corporativos pugnando por variar personajes en IPs. Por una trama que, finalmente, importa más que aquella que nos enamoró en el cine: la que cada día evoluciona en juntas de accionistas frente a Excels y calendarios.

I

La novelización nunca se ha podido extirpar de esta ambivalencia de negocio y creatividad, al extremo de no poder separar una de otra. Sus escritores son en muchos sentidos mercenarios, pero mercenarios con tantas dificultades para hacer su trabajo que en él, inevitablemente, van surgiendo chispazos de talento. Novelizaciones ha habido desde el cine sordomudo siendo durante los abriles 60 y 70 cuando, según se robustecía la primitiva maquinaria blockbuster de Hollywood, acogieron un longevo esplendor. Esta maquinaria dispuso entonces unas condiciones de posibilidad que tan pronto como han variado —los novelizadores trabajan con unos plazos muy ajustados para que su obra llegue a las tiendas en paralelo al estreno, a veces sin que la película haya empezado a rodarse aún, y han de justificar en un guion que puede cambiar durante lo que queda de producción o dar pie a escenas eliminadas—, así como todavía unas ciertas satisfacciones: quien suele comprar y descubrir novelizaciones es porque ya ha disfrutado del filme en cines y quiere seguir disfrutándolo desde las pequeñas adiciones que los novelizadores han colocado ahí proporcionadamente por iniciativa propia, proporcionadamente porque partían de un boceto de guion que no prosperó. La novelización es, pues, puro merchandising. Alinea la carencia de poseer una obra cultural con el deseo de prorrogar la experiencia de ella. Por eso, cuando llegó el VHS, la popularidad de las novelizaciones entró en ocaso.

El concepto de novelización tiene poco de esquizofrénico, de capitalismo volviéndose sobre sí mismo. De ahí que a lo extenso de su trayectoria se hayan transmitido coyunturas enrevesadas como guionistas que novelizan su propio guion tras justificar en una novelística ajena —La infiltrado que me amó es tanto una película de James Bond como dos novelas, una escrita por su argumentista Christopher Wood y otra, la diferente, por Ian Fleming—, o escritores consagrados que novelizan la acondicionamiento fílmica de otra obra de su puño y composición —Arthur C. Clarke escribiendo la novelística de 2001: Una odisea en el espacio luego de que Kubrick se basara en su relato El centinela—, siendo especialmente simpático el caso de Alan Dean Foster. Encima de inaugurar sin pretenderlo un negocio tan provechoso como el Universo Expandido de Star Wars, en el 79 Disney le contrató para novelizar El cauce aciago. Esta space opera ha sido considerada por Neil DeGrasse Tyson como «la película menos precisa científicamente de la historia», y era poco con lo que Foster estaba concienciado al percibir el encargo. De ahí que incorporara explicaciones detalladas del funcionamiento de aquel agujero aciago que focalizaba la trama, documentándose y queriendo darle una longevo plausibilidad a lo que en la gran pantalla solo era un amasijo de fantaciencia religiosa. Con El cauce aciago las novelizaciones demostraban ser capaces de poco más que adaptar, expandir o inaugurar nichos de mercado. Las novelizaciones podían adicionalmente corregir.

Ahora hablemos de una vez de The Last of Us

Desde el piloto, la serie de HBO ha mostrado una preocupación por indagar en el origen del cordyceps lejano en los videojuegos de Naughty Dog. John Hannah explicaba elocuentemente la amenaza de los hongos en un luminosidad de hado ecológica: el mismo que retomaba el prólogo del segundo episodio. Aparición la exhalación de Infectados quedó claro que este detallismo en el origen del cataclismo pasaba adicionalmente por un cambio evidente en las particularidades de la amenaza. Este cambio eliminaba las esporas que, en el videojuego, marcaban fases donde Joel se colocaba una máscara. La descargo que dieron Neil Druckmann y Craig Mazin fue el rigor científico: «Si quisiéramos tratarlo de forma realista los personajes llevarían máscaras de gas todo el tiempo». La acondicionamiento televisiva de The Last of Us, directo y muy fidedigna, ha encarado todo el amplio abano de objetivos que históricamente ha ido reclamando la novelización. Pero su diálogo ha sido sensiblemente diferente, al reemplazar película/novelística por videojuego/serie, y al darse este reemplazo en un atmósfera industrial más sofisticado que el del Hollywood de los 60 y 80.

II

Hoy en día todas las adaptaciones de videojuegos son buenas porque la coordinación entre los diversos agentes del sistema de producción cultural mainstream así lo permite. Todas las empresas tienen la posibilidad de hacerlo todo. Controlan tanto la producción como la distribución como la exhibición: acciones que confluyen en una táctica multipolar cuya cara más visible es la homogeneización de las formas y de los afectos y cuyo camino de estudio y error, al menos adscrito al binomio videojuego/cine, es fácilmente rastreable. El calmoso establecimiento de las multinacionales nos trajo a principios de los 90 el aberración transmedia de Street Fighter II: una sensación de las recreativas cuyo argumento y personajes saltaron a lo extenso de un mismo año, 1994, tanto a un largometraje animado japonés como a una película de movimiento vivo estadounidense con Jean-Claude Van Damme. Si proporcionadamente Street Fighter II: La película cautivó a los jugadores, Street Fighter, la última batalla estaba marcada por las turbulencias de un plan empresarial todavía en pañales.

A Pokémon le fue mucho mejor. El anime llegó en 1997, tan pronto como un año posteriormente de la comercialización de los primeros videojuegos de Nintendo, con un suave pero fuertemente reconocible seguimiento de su historia. Que el anime de Pokémon haya protegido la trastada transmedia hasta el punto de prosperar al ritmo de los videojuegos puede justificarse gracias a la presencia de una compañía gigantesca que lo gestiona todo —táctica de la que se tomaría buena nota en el mercado general—, pero todavía desde una tradición cultural determinada, intrínseca al ámbito japonés. Los animes ya llevaban tiempo confundiéndose con los mangas originales, fluyendo a su compás, arrojando ruido sobre la dialéctica obra/acondicionamiento. Pokémon, como anime, retuvo las coordenadas estéticas de este movimiento para establecer una feedback orgánica con los videojuegos, hasta el punto de que en cuestión de meses se comercializara un objeto tan imposiblemente neto como Pokémon Amarillo. La acondicionamiento en forma de videojuego de un anime que adaptaba unos videojuegos manteniendo las mecánicas y el look de los videojuegos primarios.

Por pesadillesca que fuera la concepción de Pokémon Amarillo, la ejecución hizo garbo de una hermandad seductora frente a la que las novelizaciones —siendo estrategias análogas— poco podían hacer. El motivo es que la barrera entre mercancía y merchandising se estaba derrumbando en tiempo vivo, acelerando este derrumbamiento la progresiva preferencia por la imagen interactiva en detrimento de la palabra escrita. El «maniquí Pokémon» ha ostentado un liderazgo indisputable si proporcionadamente en abriles sucesivos, mientras se aclimataba, no excluía las líneas de fuga. Dichas líneas de fuga han sido precisamente las garantes de aquella «maldición de videojuegos siendo adaptados al cine»: la sensación colectiva de que, frente a las dificultades de suscribir un maniquí japonés que solo parecía funcionar con un tipo de IP, Hollywood no paraba de «pifiarla» al querer aprovecharse trapaceramente del éxito de determinados videojuegos. 

En 2016 asistimos a una aplicación del «maniquí Pokémon» en EE.UU. que no terminó de funcionar, pero que sí dio indicios de un entrenamiento que estaba llegando a su fin: Insomniac publicó un remake muy atrevido del primer Ratchet & Clank que coincidió en cines con una acondicionamiento de la historia atendiendo a la identidad del remake susodicho. No terminó de funcionar porque la película era ostensiblemente anodino en contraste al entretenimiento, que estaba bastante bien, pero ya teníamos el «maniquí Pokémon» plenamente activo. Con sus fronteras desdibujadas, su estética global, sus nichos de mercado doblegados, y sus ganancias destinadas a un mismo saco. El sistema estaba a un paso de la fundación de un organismo como PlayStation Productions, así que esta se hizo efectiva solo tres abriles posteriormente de la experiencia Ratchet & Clank

Vale, ahora hablemos de verdad de The Last of Us.

III

Su primera película ha sido el Uncharted de Tom Holland, pero la prueba de fuego de PlayStation Productions es The Last of Us. Para desarrollar The Last of Us PlayStation Productions se ha amigo con HBO, y de esta alianza se extraen nociones esencia como uno de los showrunners —Craig Mazin, firmante de una ficción previa sobre catástrofes ecológicas muy aclamada, Chernobyl—y los protagonistas: Pedro Pascal y Bella Ramsey, llegados de otra serie esencia para la imagen pública de HBO —esa prestige TV que aúna reputación y apoyo popular— como es Solaz de tronos. Los beneficios integrados a la marca HBO están en invariabilidad con los que trae el mecanismo productivo de PlayStation: Neil Druckmann puede escribir la serie tras dirigir los juegos, repite Gustavo Santaolalla como músico, intérpretes del calibre de Troy Baker, Ashley Johnson o Merle Dandridge se cuelan en el reparto. 

Es un invariabilidad irreprimible, una coordinación tan perfecta que pugna por desdibujar todavía aquella tríada de estrategias básicas que identificábamos en el primer texto de este estudio a la hora de poder sufrir un videojuego al cine. Entonces manejábamos el «encaje», el «examen» y la «reflexividad». The Last of Us, al descartar contar poco nuevo en un atmósfera conocido como pudo hacer Arcane, emplea el encaje y el examen desde el mismo invariabilidad con el que la marca HBO se ha fundido con PlayStation Productions. 

Por «encaje» entendemos la adscripción de una ficción a unos modelos aceptados de producir y relatar. La amplia consideración que The Last of Us ha adquirido como «mejor acondicionamiento de un videojuego de la historia» se debe específicamente a esto, y a una afinidad congénita en los materiales que debían mezclarse. HBO es igual de televisión de calidad, que pueda rivalizar con el cine no tanto desde la cuenta técnica como desde una narración novelizada con mucho más tiempo para desarrollar personajes y argumentos. El cine no tiene ese tiempo pero, mira tú por dónde, el videojuego sí. Ciñéndonos a lo narrativo se da el caso que la serie dramática y el videojuego maduraron de forma paralela: entre finales de los 90 y los 2000 se dio aquella supuesta momento de oro de la televisión impulsada por HBO —Los Soprano, The Wire, A dos metros bajo tierra—, al igual que entre finales de los 90 y los 2000 las tres dimensiones del Triple A ampararon la irrupción de lo cinematográfico en el videojuego para impulsar sus historias adentro de un ámbito donde el metraje extenso, por transporte y compensación del coste de negocio, se daba por supuesto.

The Last of Us solo es la «mejor acondicionamiento de un videojuego de la historia» por cuestiones, digamos, mecánicas. La producción televisiva y videolúdica llevaban siendo afines casi dos décadas pero no bastaba con eso para que el maridaje funcionara: el entramado corporativo debía ponerse al día lo suficiente para alojarlo, y cuando se han transmitido las circunstancias apropiadas ha ocurrido lo que tenía que ocurrir. The Last of Us es una serie proporcionadamente escrita y proporcionadamente actuada según el molde HBO, que con excepciones es el mismo molde que impera en la televisión seriada general y prioriza nociones novelísticos/dramatúrgicos antiguamente que técnicos/visuales. La pobreza de sus formas es tan insoslayable como intercambiables son los directores que han puesto su firma a cada episodio —directores de postín extramuros de EE.UU. estilo Ali Abbasi o Jasmila Žbanić—, cuyo potencial publicitario conoce proporcionadamente HBO como lo conoce cualquier plataforma de streaming con pretensiones y se ajusta perfectamente a ese «fetichismo de la mercancía» que distinguía Marx en El Haber.

Esta anemia visual no solo se extrae del «encaje», sino que todavía es producto del «examen». Es el que ha generado un seguimiento mimético tanto del argumento del videojuego diferente como de muchas de sus secuencias y diálogos, garantizando la afloración de vídeos que comparan un pasaje concreto de las consolas con el de la serie así como la posibilidad de que los espectadores jugadores experimenten una especie nueva de «valle inquietante». El desconcierto de asistir a dos ficciones que no son del todo distintas y no del todo iguales estaba controlado en el caso de las novelizaciones —por la holgada diferencia de prosa y audiovisual—, y en el del maniquí Pokémon unificado —por el bagaje manganime y la ensimismamiento que permite el medio animado—; pero los videojuegos de The Last of Us están marcados por una gramática inequívocamente peliculera. El resultado simplemente es demasiado parecido. El examen se troca hiper-reconocimiento, y la extrañeza se abre camino cuando todo se reduce a cinemáticas con uno u otro viejo.

IV

Existe en The Last of Us la angustia por sufrir el examen a otro nivel y dicha angustia, al estar refrendada por el entramado industrial, bastidor la feedback cibernética de «examen» y «encaje». Es la pulsión de realismo, de admitir que el objetivo zaguero del videojuego es que sus creaciones digitales sean indistinguibles de los humanos, y se localiza tanto en los razonamientos de Druckmann —quien parece creer que solo en HBO la historia de The Last of Us ha escaso su auténtico potencial— como en la cercanía de la serie con la publicación de The Last of Us Parte I: dos remakes fotorrealistas de un videojuego publicado en 2013 para PlayStation 3.

El examen y el encaje se han fundido adentro de The Last of Us como un engrudo neurótico cuya buena recibimiento crítica y comercial pugnará por convertirlo en el patrón oro de las adaptaciones de videojuegos. El impacto cultural de la serie de HBO es en ese sentido inexcusable. Ahora proporcionadamente, ¿qué ocurre con la tercera concepto que señalábamos? La «reflexividad» en las adaptaciones de videojuegos es la propiedad más valiosa que podemos olerse porque es inmanente. Solo puede surgir de forma honesta si el cómico ha pensado en el trasvase mediático, y todavía puede ser independiente de los cauces corporativos al tener la posibilidad de emerger de forma espontánea, incontrolable, emancipadora. 

La superficie menos interesante de esa reflexividad en The Last of Us es la que nos aboca por un flanco a guiños complacientes para jugadores y por otro a las inercias que, adentro de la carencia de plegarse religiosamente a la materia prima, producen una extrañeza que nos comunica diferencias esenciales entre textos audiovisuales. En el primer ámbito tenemos chistes como aquél del segundo episodio donde Ellie anuncia no asimilar nadar y Joel, huraño, se niega a plegarse a aquel abrumador puzzle del entretenimiento según el cual a cada período acuática había que agenciárselas una tabla donde se subiera la chavea. En el segundo lo esperable: paréntesis donde los protagonistas se separan, se cuelan por rendijas y se suben a sitios, para a medida que se desarrolla la serie estos easter eggs sean cada vez más inquietantes. El body count de Joel —ya sea cuando toma un rifle francotirador en el botellín episodio, o cuando al final se sume en un frenesí homicida en el hospital de los Luciérnagas donde tiene la fortuna de toparse con cierta metralleta— es tan exuberante que colisiona estrepitosamente contra el canción de drama de personajes que quiere ser la serie de The Last of Us. Le invade la frivolidad del Triple A de movimiento: una frivolidad que Naugthy Dog sancionaba en el videojuego a la hora de forzar a replantearnos, llegado al final, qué habíamos sentido al controlar a Joel, pero que en la serie es ineficaz pues solo hemos podido limitarnos a mirar a Joel. A ser testigos. 

Las operaciones que han transmitido forma a la serie de The Last of Us tienen más en global con la novelización que con el maniquí Pokémon, pero como ha nacido incrustada en el segundo habrá que acuñar para ella la categoría «novelización Pokémon». La prueba definitiva de que la serie es una novelización audiovisual de los juegos de Naughty Dog la tenemos no en la porte de Druckmann —absolutamente reminiscente a Lucas teniendo la carencia imperiosa de «seguir narrando» con El ojo de la mente y a Foster «corrigiendo» El cauce aciago con su acondicionamiento—, sino en que todavía se beneficia de… los aspectos más beneficiosos de las novelización en tanto a reescritura.

Y ahora sí, de verdad de la buena, hablemos de The Last of Us

Neil Druckmann y Craig Mazin han desarrollado la serie con la perspectiva de hacer honradez no a The Last of Us como entretenimiento individual, sino a un «todo» donde tienen hueco tanto el distinguido DLC Left Behind como The Last of Us Parte II. El DLC ha sido adaptado con la franqueza habitual en el séptimo episodio de la serie, fortaleciendo el resquemor de algunos espectadores con respecto a su ubicación y al modo en que confirma que, de tan milimetrado que estaba el plan de acondicionamiento, The Last of Us se parece mucho a una serie antológica, con tramas que van cerrándose dramática y encorsetadamente. En cuanto a la secuela de The Last of Us hemos tenido evidentemente la presentación de Jackson y Dina antiguamente de tiempo, pero el influjo de la Parte II va más allá. El videojuego de 2020, siendo aún más crudo y visceral que el primero, no dejaba de nivelar parte de su cinismo, afrontando la relación marcada por la tragedia de Joel y Ellie con la perspectiva de que podía ocurrir una salida, vislumbrada por el entendimiento de la otredad y la necesidad del perdón.

The Last of Us quiere subrayar los temas del díptico casi a cada diálogo que añade o subtrama que inventa, dando la ingrata sensación de que Druckmann ya dijo todo lo que quería aseverar en el videojuego y que con el cambio de medio no puede hacer otra cosa que sobreexplicarlo para jugadores o espectadores poco espabilados. Quizá sea otro objeto colateral de la rigidez implícita al examen y el encaje, pero esto no le quita peso a los hallazgos que conlleva tener la llave de la despensa el influjo de la Parte II y explorar sus horizontes posibles. Tanto el tercer episodio como el sexto nos muestran lugares inéditos de la clan The Last of Us, por mucho que Bill ya apareciera en el primer entretenimiento y Jackson en el segundo. Son lugares inéditos porque desafían ese naturaleza postapocalíptico que tanta obstinación tiene en defender que el fin del mundo conducirá a la humanidad a los extremos más miserables de su ser. En el fin del mundo una pareja puede ser oportuno hasta su asesinato independientemente elegida, en el fin del mundo puede surgir una alternativa al capitalismo que pase por una comuna donde la sheriff, juguetonamente, defina a sus habitantes como «comunistas». En el fin del mundo el acto sexual puede tener género monstruosos, pero hay contrapartidas. Otras formas de hacer las cosas. Los límites de la novelización Pokémon siguen ahí y los narradores han de aventurar en los márgenes. Cuando aprovechan su precario espacio las interpretaciones magistrales de Pascal y Ramsey —esas que por ahora no puede proporcionar ningún motion capture— cobran peso, y The Last of Us demuestra que es capaz de tener humanidad. Que pese a todo, teniendo todo un sistema robotizado y alienante en contra, se las ha habilidoso para encontrar fresas que cultivar.

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