Llega San Valentín, el día de los enamorados —porque el resto del año no es capaz para probar el afecto—, y en Netflix quieren festejar el amor de la mano de Carlos Montero, cocreador de Élite y su nueva serie, Todas las veces que nos enamoramos.
Además de Élite, España ha dado ciertas series más populares de Netflix —en lengua no inglesa—, como La casa de papel.
Tráiler de Todas y cada una de las veces que nos enamoramos la comedia romántica de Netflix
Con todo el circo montado en torno a la nueva política de Netflix sobre compartir nuestra cuenta fuera del núcleo familiar, la plataforma precisa alimentar su catálogo original de contenido que atraiga al público. ¿Va a ser esta serie un revulsivo?
Hoy, en Hobby Consolas, os traemos nuestra crítica de Todas y cada una de las veces que nos enamoramos, cuya primera temporada está íntegra en la plataforma.
Una historia de “amor” intermitente como el Guadiana
La nueva serie de Netflix se centra en Irene, interpretada por Georgina Amorós, y Julio, a quien da vida Franco Masini. Irene es una estudiante de cine que se traslada a la capital española para hacer la carrera con la que espera transformarse en directora; Julio estudia derecho, mas el mundo de los focos, e Irene, no van a tardar en llamar a sus puertas.
Buena una parte de Todas y cada una de las veces que nos enamoramos transcurre en la década de dos mil. Desea la casualidad que esta crítica se la hayan asignado a alguien que estudió producción audiovisual en esos años —un poquitín más tarde—, así que he sentido algo de conexión con la ambientación.
Los ocho capítulos, de entre cuarenta y cincuenta y cuatro minutos, proseguirá a esta pareja cuya atracción inicial es instantánea, solo para darse cuenta de que no pueden estar juntos, mas no pueden vivir sin el otro.
Otra una parte de la serie, mucho menor, brinca a nuestros días para servir como puente en retrospectiva de esta historia de ¿amor? que nos contarán en Todas y cada una de las veces que nos enamoramos.
La sórdida e injusta industria audiovisual
El primordial hilo conductor de la serie de Netflix es la conexión con el planeta del cine de las dos unas partes de esta pareja.
Se trata de un planeta que no va a dejar de interponerse entre los dos protagonistas y sus amistades. Una cosa que hace bastante bien la serie es retratar lo frívolo, falso y exigente que es esa industria, cuya obscura naturaleza acostumbra a quedar oculta tras los refulgentes focos.

Sin embargo, la serie se hace cargo de torpedear sus virtudes con una retahíla de secuencias que, si hubiésemos grabado con un móvil, parecerían pruebas de cámara para un corto casero.
Ojo, no se trata de un inconveniente de fotografía, sino más bien de contar una serie de escenas ordinarias y aburridas que nos bombardean por saturación hasta hacer que no nos importe nada lo que pasa.
Todas las veces que nos enamoramos recurre, además de esto, a apelar a las emociones del espectador por medio de un acontecimiento histórico del que no podemos charlar. En ocasiones, muy en ocasiones, consigue una conexión sensible. Mas, nuevamente, la serie se hace cargo de desvalorizar ese activo con alusiones pobres, a la par que superfluas.
Una historia sin magia
Construir una historia amorosa precisa de ingredientes muy precisos a fin de que, al juntarlos, consigan embelesar al espectador. En Todas y cada una de las veces que nos enamoramos, brillan por su ausencia.
A pesar de estar conectada con el mundo del cine, la historia carece de esa magia que hace que una historia de amor logre ser entrañable. Aunque el pilar de la historia puede guardar cierto atractivo, la narración es, como hemos indicado antes, propia de un corto de andar por casa.
Aunque sea encomiable intentar conseguir un gran nivel de realismo, los personajes, no solo los dos protagonistas, son tan reales, que no son entretenidos. Todas las veces que nos enamoramos es la típica historia que muchos grupos de amigos tienen, con dos de sus miembros incapaces de dejar de ser el centro de atención con sus chorradas de pareja.
Toda esa relación está envuelta en clichés que no consiguen enmascarar que entre Georgina Amorós y Franco Masini no hay química. Ellos lo intentan, no seremos nosotros quienes lo nieguen, pero la pantalla no lo refleja. De hecho, más de una vez, sus personajes llegan a causar repulsa.
La serie hace bien dos cosas: mostrar cuán caprichoso y estúpido es el “amor”, y nutrir cada episodio con su reglamentaria ración de escenas subidas de tono, para sorpresa de nadie, viniendo del cocreador de Élite.

Eso sí, Todas las veces que nos enamoramos funcionará fenomenal en Netflix pues cumple con esos parámetros que le gusta al espectador medio: erotismo, morbo, una historia que no requiere reflexión y los chistes chabacanos de rigor.
Para , no obstante, ni la añoranza salva la serie de Netflix. Hace unos años, la plataforma trajo de Italia Generación 56 K, una serie que, sin ser la panacea, tiene mucho más corazón que esta, teniendo una mecánica afín. Mas si lo que procuráis por San Valentín es el “arrejunte”, supongo que vale con perfección.